ediciones de la Ura es una editorial independiente abierta a otros campos de experimentación. Es una organización sin fines de lucro, además de un colectivo transdisciplinar que ha desarrollado varios proyectos de gestión, edición y salvaguarda de archivo, además de proyectos vinculando disciplinas como la música, la escritura y las artes visuales. Le interesa, sobre todo, la posibilidad de cruzar prácticas culturales.
Sus antecedentes se remontan al año 1997, cuando un grupo de personas comenzó a reunirse de manera sistemática, con el objetivo de confrontar sus respectivas creaciones literarias e investigar sobre sus procesos de creación.
Sus miembros son: Ana Ayala, Marcos Benítez, Damián Cabrera, Fredi Casco, Lia Colombino, Gabriel Martins, Adriana Morro, Javier Palma y Paula Rodríguez. Ha trabajado con otros profesionales y colaboradores como Víctor Candia, Sebastián Peña, Mariana Oeyen, Dea Pompa, Juan Carlos Cabezudo, Natalia Galeano, Helena Malatesta, entre otros. El taller de escritura Abrapalabra trabaja de manera conjunta con el colectivo.
EDICIONES DE LA URA: TRANSPARASITAR
Por Lia Colombino
La Ura nace en el año 2000 como tal. Éramos un grupo pequeñísimo de personas interesadas por confrontar nuestras capacidades creativas, desde diferentes puntos de este trabajo.
El grupo gravitaba, aunque no todos juntos, en un bar que se llamó Circo Bizarro, que funcionó desde 1994 hasta 1997 aproximadamente. Obviamente, la cosa parte por afinidades electivas en un ámbito no formal y de carácter amistoso.
En 1999 empezaba a generarse en Asunción, varios movimientos que intentaban dar cuenta de sus producciones literarias. Había desconocimiento y por sobre todo atomización. Pero también mostraban sus criterios diferentes, opuestos a veces.
Con Fredi Casco nos reunimos un día y decidimos que si íbamos a publicar debía hacerse en el contexto de algo más allá del mero libro. No hubiésemos estado a gusto en ninguno de los proyectos que mirábamos desde afuera. No nos sentíamos identificados. Había un proyecto, sin embargo, al cual hubiésemos querido adscribir. En 1965, Miguel Ángel Fernández creó una colección de plaquetas de poesía que se llamaba Cuadernos del Colibrí. Nos sentíamos un poco anacrónicos por identificarnos tan alegremente con algo que había ocurrido antes de haber nacido nosotros. Pero allí fuimos. Para ponerle nombre a la cosa pensamos en un animal, ya no el colibrí, mítico ser relacionado a la cosmogonía guaraní, vinculado a Ñanderuvusú (el creador de todas las cosas). No sentíamos que estuviéramos en tiempos de colibrí. Había que buscar otro animal, un insecto. La ura es una mosca (dematobia hominis), y su nombre es el nombre popular que en Paraguay y algunas zonas de la Argentina se le da. Es en sí una especie de parásito. Esta mosca para poder reproducirse deposita sus huevos en un vector, el cual al apoyarse en otros animales o el ser humano, generan calor. Los huevos eclosionan con el calor y las larvas tratan de ponerse bajo la piel en zonas para ellos fértiles. Debe ser una herida, una mucosa, una zona vulnerable que sea ambiente propicio para el desarrollo de la criatura. Esa larva se convierte en crisálida (la cual, luego de estar alimentándose del huésped por 8 semanas, ha dejado en ese proceso una herida en la herida, una más vulnerable zona en la ya suficiente vulnerabilizada zona fronteriza entre el adentro y afuera de un cuerpo).
Fue este animal el elegido para dar nombre al proyecto. Vinculados a éste estábamos personas interesadas en la escritura, las artes visuales, el diseño y la música. El proyecto había nacido multidisciplinar.
Después de algunas publicaciones nos dimos cuenta que queríamos abrirnos hacia otros campos de la experimentación. Conseguimos un espacio, que también es vivienda (una mezcla entre lo público y lo privado, lo doméstico parasita también el trabajo de producción simbólica y hace que se desarrolle distinto).
Al hacer esa apertura y dejar entrar a un ámbito editorial otro tipo de actividades, desde pequeños ciclos de cine hasta mercados de pulgas, pasando por los talleres de grabado y escritura, nos fuimos dando cuenta de algo que se sabe pero que al experimentarlo en más fuerte: la contaminación tan interesante que era el trabajar de manera transdisciplinar.
La transdisciplinariedad como se sabe no es lo mismo que la multidispiplinariedad o la interdisciplinariedad. Estas últimas, al decir de la crítica Nelly Richard, suponen la convivencia pacífica de saberes. Cada disciplina es convocada para realizar su trabajo y más nada. La transdisciplinariedad, sin embargo, supone una convivencia menos pacífica, supone que cada disciplina tenga el permiso de atravesar otras y en este proceso rozarse, contaminarse y hasta pelearse. Así es como en Ediciones de la Ura, luego de haber llegado a esa conclusión, primero un poco por instinto y luego ya más programáticamente, las personas que hemos conformado un colectivo más o menos estable, hacemos de todo. En la producción o el diseño de un libro, no sólo entran a opinar los diseñadores, sino también los que los escribimos. En ese proceso se descubren cosas, nos obliga a desestructurarnos y a ver las cosas desde otros puntos de vista.
Y es así, como Ediciones de la Ura devino colectivo. Porque a pesar de estar trabajando con publicaciones, nos gustaba el desafío de poder otras cosas: digitalizar un archivo, restaurar papel, hacer música, vídeo, ser parte de una muestra de fotografía sin ser fotógrafos.
Ediciones de la Ura intenta, de manera casi silenciosa, ser ese parásito que la cultura popular confunde con una mariposa nocturna. Intentamos trabajar en lugares donde no nos llaman, ser un poco maleducados e irresponsables. Dejar una herida que devenga cicatriz, marca, huella (que no es otra cosa que escritura).